Una mala maña

cuaderno de lecturas: alejo carpentier, "el reino de este mundo"

Tomo notas de las cosas que leo, pero nunca logro transformarlas en ensayos. La verdad es que una vez que me digo “escribiré un ensayo”, me tranco. Algunas tendencias del género, de la forma, me causan ansiedad. Otras me incomodan. Puedo decir cuáles luego, en un ensayo. Mientras tanto, pensé que quizás podía juntar las notas acumuladas, decir que los textos son como legos y que enchufar uno y otro siempre termina por armar algo. Esas construcciones a veces no pueden con su peso y se desploman, pero otras veces se hacen muro y con cuatro de esos tienes una casa. O, por lo menos, un cuarto en el que sentarte a algún día a escribir un ensayo, o un cuarto que puedes usar de almacén.

Leer El reino de este mundo de Alejo Carpentier un 3 de julio del 2019

Una edición muy fea de El reino de este mundo que compré en julio porque no encontraba mi edición vieja, que no es mucho más linda (la de Seix Barral de bolsillo, blanca con una imagen amarilla).

Una edición muy fea de El reino de este mundo que compré en julio porque no encontraba mi edición vieja, que no es mucho más linda (la de Seix Barral de bolsillo, blanca con una imagen amarilla).

Hace poco terminé de leer El reino de este mundo de Alejo Carpentier por primera vez (creo) desde que me lo devoré hace una docena de años en la Universidad, y no sé si entonces sentí la misma profunda tristeza que me emplazó esta vez en el momento en que los vientos huracanados terminaron por borrar a Ti Noel del paisaje. No sé si, aquella vez, registré lo que hoy, sin mucho análisis, me pareció el pesimismo asfixiante de Carpentier.

En El reino de este mundo no hay ni cimarronaje ni escape alguno posible. El “supremo instante de lucidez” de Ti Noel es pura claudicación, es pura entrega de esa pulsión libertaria que quizás siempre sea conservadora, pero no por eso menos válida. Si es cierto que la primera parte de la epifanía de Ti Noel, el descubrirse “un cuerpo de carne transcurrida”, tiene algo que reconozco como inevitable y válido—un tipo de reconocer que existe de manera dura y material—, la segunda la recibo como un bofetón y prefiero ignorarla y regresar al momento anterior, el único capítulo alegre de la novela, titulado apropiadamente “La real casa”. Allí nos encontramos al Ti Noel viejo, al Ti Noel que ha descubierto que, a pesar de ser un hombre libre, la dominación siempre está a la vuelta de la esquina. Por eso ha apostado—si es que podemos pensarlo como una decisión—por una vida fugitiva. Fugitiva aunque sedentaria, claro. Allí está Ti Noel viviendo entre ruinas: las ruinas de la hacienda, las ruinas del Palacio de Sans-Souci. Allí está Ti Noel, vestido en la casaca de seda verde y puños de encaje salmón del muerto Henri Christophe, jugando con su muñeca o su caja de música y hablando sin parar.

Se hablaba a sí mismo, sí. También a los animales. Inclusive, Ti Noel le hablaba a las cosas, a las plantas, a las mesas y al guayabo. Cuando tenía la suerte de tropezarse con ellos, le hablaba a los chicos que bailaban la rueda y a las lavanderas que lavaban la ropa. Viéndolo en aquel estado de existencia plena, la gente con la que se encontraba le ofrecía ron, le ofrecía comida y compañía. En ese capítulo alegre, Ti Noel es un rey, pero no un rey como los reyes europeos o inclusive los reyes haitianos; era un rey de nada y, por lo tanto, de todo; otorgaba propiedades y títulos y guirnaldas por doquier; “Así habían nacido la Orden de la Escoba Amarga, la Orden del Aguinaldo, la Orden del Mar Pacifico y la Orden del Galán de Noche. Pero la más requerida de todas era la Orden del Girasol, por lo vistosa. Como el medio enlosado que le servía de Sala de Audiencias era muy cómodo para bailar, su palacio solía llenarse de campesinos que traían sus trompas de bambú, sus chachas y timbales. Se encajaban maderos encendidos en ramas horquilladas, y Ti Noel, más orondo que nunca con su casaca verde, presidía la fiesta”. Y, uf, qué maravilla que pudiéramos llegar a hacer de lo político una fiesta, de las sobras de los atropellos pasados, carnaval.

Pero entonces aparecen los agrimensores y, con ellos y sus reglas y sus delimitación de propiedades, regresa el Estado, regresa la Ley, y su fugitividad no puede sino llegar a su fin. Es ahí que Carpentier da la vuelta. Es ahí que Carpertier tira la toalla. ¿Qué opción tiene el viejo Ti Noel en ese momento?, se pregunta. Responde: Ya tan entrado en años, o se es fugitivo o no se es.

No le queda otra: Ti Noel se despoja de sus vestiduras de hombre y se hace ave y, luego, de manera consecutiva, garañón, avispa, hormiga y ganso. En ninguna de esas existencias, sin embargo, encuentra refugio; en todas jerarquía y exclusión y explotación de un modo u otro. Carpentier, tan afincado como está en el principio de libertad humanista, es incapaz de interpretar los sistemas sociales de estas criaturas de otra forma; o sea, Ti Noel es incapaz de realmente dejar atrás las malas mañas humanas aunque deja atrás su piel: ¿será que el cuerpo pesa tanto que aun cuando no está comoquiera nos hunde?). Llega el momento en el que Ti Noel no da más, en el que un “cansancio cósmico” lo posee y ¿qué queda después de eso?

Es entonces que Carpentier le permite a Ti Noel aquel descubrimiento que me incomodó por lo sin salida, por lo sin futuro. Me refiero a la insistencia según la cual, dice el autor, “el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gente que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo”. 

Para el Carpentier de la última página de El reino de este mundo ni en la vida ni en la muerte hay salida alguna a la explotación, a la plaga, o a la miseria. No hay revolución posible, ni reforma que valga la pena. Lo que queda es existir, persistir: celebrar, apreciar, ¿honrar? ese deseo insensato de querer más, ese anhelo salvaje que le permite al humano “amar en medio de plagas”.

Addendum: Justo después de que transcribí lo anterior, me pareció que me equivocaba, que quizás realmente no se trata de una posición tan pesimista como pensé esta tarde, quizás pueda inclusive considerarse un tipo de humanismo sin vergüenza, una celebración radical de una existencia fáctica más allá ¿o acá? de la política.