Una mala maña

Roselló en corillo, una columna

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Roselló en corillo

Seguramente tú no hablas en tu casa como hablas en el trabajo. Tampoco hablas con tu mamá como hablas con tu hermano, o tu pareja. Al leer los leaks de los chats del gobernador Ricardo Roselló, todos sabemos que ese no es el lío. La gente no es boba y nadie querría que lo que dijera entre las colchas, entre familia o entre panas saliera a la luz pública. También dudo que alguien aquí creyera que, cuando no estaba frente a un podio, el gobernador se transformara, por arte de magia, en el modelo de la elocuencia o, como poco, de la gramática.

Nadie espera transparencia. Sabemos que los políticos politiquean, que dicen pero no dicen, que apelan pero no argumentan, que seducen pero no convencen. A pesar de esto, algunos esperamos que los buenos políticos, por lo menos, le den cierta importancia a la palabra pública, que entiendan su alcance. Una de las particularidades del actual gobernador es que, desde su entrada al espacio público, sus palabras nunca han parecido muy cuidadas. Siempre se han sentido torpes, superficiales, mal conjugadas. Pero aun así, sus más fervientes seguidores, o los más bondadosos, insisten que no hay que ser buen orador para ser buen gobernador, o que no hay que tener la metáfora indicada en el momento correcto o tan siquiera hacer buen uso del subjuntivo, si se tiene el corazón en el lugar indicado, si se es un administrador efectivo. 

Pero la realidad es que, más allá de la merecida indignación, la lectura del back-and-forth virtual entre el gobernador y sus panas no es sólo ofensiva por su brutal misógina (como ya otras lo han señalado), sino que es incómoda y esclarecedora por lo cotidiana que se revela, por la profunda trivialidad de su torpeza. Ahí no hay complot, no hay crimen (por ahora). Lo que vemos, y ese es uno de los mayores problemas, es un corillo de machos jangueando. Y no son cualquier tipo de machos. Son los que componen la clase política del país. Ahí no podemos decir que son viejos que están “out of touch”. Ahí, entre mensajito y mensajito, lo que se ve es un retrato de la sociabilidad de la clase política del país, del nuevo-pero-siempre-ya-viejísimo old boys’ club. Y aún si dijéramos que, por pura casualidad del universo, fuimos testigos de la primera y única vez que el gobernador intenta jugar a macharrán alfa, la ausencia de reacción del resto de “los nenes” no hace sino confirmar lo normal del asunto, lo habitual del gesto misógino. Un gesto que no se agota en “la mala palabra”, como el gobernador la llamó, sino que también está en el “atiende a esas mujeres” que le escribe el gobernador a otro de los participantes, refiriéndose a un grupo de activistas que querían tratar el asunto de la violencia de género. El gesto se repite, además, en el hecho de que parezca exculpatorio justificarlo, como se hizo en su conferencia de prensa, diciendo que fue una forma de “liberar tensiones”.  

Como ha dicho el filósofo Daniel Gamper en un libro reciente, hoy en día, quienes tienen la fuerza para exigirle responsabilidad a los otros por sus palabras, son precisamente quienes se niegan a asumirla. Al fin y al cabo, esta docena de chats son meramente testimonio de una clase política que bien puede hacer gestos de apertura e inclusión, pero que siempre buscará reproducirse a sí misma, a su imagen y semejanza macharrana, sabiéndose, a la larga, intocable.