Una mala maña

Casa, suelo y espejismo: Notas en torno a Casa, suelo y título: Vivienda e informalidad en Puerto Rico de Érika Fontánez Torres

Hace unos meses El Roommate publicó un ensayo que escribí en torno a Casa, suelo y título de Érika Fontánez Torres, y me acabo de acordar que nunca lo registré acá.

Casa, suelo y espejismo

Notas en torno a Casa, suelo y título: Vivienda e informalidad en Puerto Rico de Érika Fontánez Torres

Desde hace mucho puse al principio de la historia familiar la casa de la abuela materna, la que siempre fue el punto de encuentro de sus casi diez hijos, de los casi cuarenta retoños de estos, y los casi cien hijos de esos otros; la de los techos de cemento que se levantaron después del huracán Georges, pero también su encarnación anterior, la de los de zinc que le precedieron, la que tuvo comején en las paredes alguna vez, la que no sé cómo sobrevivió el Huracán Hugo—debo preguntar—. Si esa es la casa, la propiedad, el lugar que pongo al inicio, también, por consecuencia, siempre ha incluido la parcela misma en la que los tíos la levantaron, porque esta es, para ellos, clave en la historia. Si se les preguntara, esos tíos, mi madre, mi abuela—quienes ocuparon esa casa, esa propiedad—, repetirían que fue el principio, pero insistirían que no el origen; que llegué a mitad de camino. Siempre han hablado, las pocas veces que lo han hecho, de una vivienda anterior, otra que era simple y de madera y la letrina estaba afuera, un poco alejada. De aquella otra se tenía que ir descalzo a la escuela, con los zapatos en la mano, para que no se ensuciaran; y si crecía la quebrada, el abuelo tenía que pasar la noche en el monte. Aquella otra era solo casa y estaba en propiedad ajena y siempre lo había estado, pero un buen día los echaron.

“Clave en la historia” es una expresión algo inapropiada para gente que se precia de no tener ninguna, o de no contar ninguna. Hay familias en las que los detalles y la memoria implican recordar los achaques de la desposesión, de la pobreza, y chico, deja eso. Sé, porque me lo han contado o porque lo he leído o porque de eso se hacen las tradiciones literarias, que hay otras familias en las que el tiempo retoña una persona interesada en la reconstrucción histórica, en la recuperación de una memoria colectiva. Pero esas son las excepciones, creo yo, y en la mayoría eso no pasa, y si nace alguien a quien le interesa esa historia, ese alguien también siente que a veces hay que dejar las cosas morir. Por temperamento, siempre he sido de esa segunda escuela. La historia familiar, ya sea la materna, de la pobreza rural supurante, o la paterna, de la que no hablaré aquí pero que es la de una isla vecina rayada por el trujillato y el golpe a Bosch, son heridas cuyas cicatrices son mejor dejar en paz.  No por eso cesan las preguntas, claro. ¿Dónde estaba aquella otra casa, la anterior a la parcela? ¿Quiénes eran los dueños de la propiedad? ¿Por qué los echaron? ¿Cuándo los echaron? A ninguna de esas dudas se le dieron nunca respuestas voluntariamente—o espontáneamente, porque nunca pregunté—, y quienes escuchábamos a esos tíos, abuelos, madres, las pocas veces que se daban al cuento, herederos de ese hueco temporal, fuimos obligados a imaginar y rellenar las lagunas, y algunos supusimos que los detalles de la historia no importaban tanto porque ocurrieron muchísimo antes, allá en los tiempos de la acumulación primitiva. Saberse con historia, pero incapaz de su reconstrucción, da buen caldo para la ficción. O así me lo justifiqué yo siempre, no sé mis hermanos o primos. (A manera de auto-ayuda, halo por los pelos un verso de Fred Moten: “We share the preservation of placelessness under the duress of placement”).

[Para seguir leyéndolo, cliquea acá].