Una mala maña

cuaderno de lecturas: “la perra” de pilar quintana

Tomo notas de las cosas que leo, pero nunca logro transformarlas en ensayos. La verdad es que una vez que me digo “escribiré un ensayo”, me tranco. Algunas tendencias del género, de la forma, me causan ansiedad. Otras me incomodan. Puedo decir cuáles luego, en un ensayo. Mientras tanto, pensé que quizás podía juntar las notas acumuladas, decir que los textos son como legos y que enchufar uno y otro siempre termina por armar algo. Esas construcciones a veces no pueden con su peso y se desploman, pero otras veces se hacen muro y con cuatro de esos tienes una casa. O, por lo menos, un cuarto en el que sentarte a algún día a escribir un ensayo, o un cuarto que puedes usar de almacén.

Leer La perra de Pilar Quintana un 2 de diciembre del 2019

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La perra es de esas novelas que te golpean de pronto y de las que te quedas con la impresión final. Quizás es el hecho de que sea tan directa, tan clara, tan concisa. Hay poco que cortar en ella. Casi todo parece estar ahí haciendo que la máquina corra, que el daño que haga sea hondo.

Pero la simpleza, la explicación coherente, siempre es pura ilusión. Hoy me siento aquí y me pregunto, a la vez que escribo, por dónde podemos “entrarle” a la novela, trascendiendo la trampa de lo anecdótico. La pregunta la hago porque la discutiré con alumnos, claro, y se me ocurre que la apertura más explícita, a la que llegarían sin mucho esfuerzo, sería la relación de Damaris y Chirli, la perra. Se trata de un nudo grueso al centro del cual podríamos decir que obviamente encontramos una pulsión maternal—no me gustaría decir que frustrada. Pero ¿es la relación de Damaris y la perra pura sublimación, puro desplazamiento? Ahí la respuesta podría venir con visos psicoanalíticos o visos estructurales que traigan a colación la muerte de la madre, la envidia a la prima, la búsqueda de esa forma de vida coherente, esa narrativa que ayuda a reordenar el “caos nómada de todas las mañanas”, como decía en 1991 Mayra Santos Febres en un poema.

Me gustaría, sin embargo, dislocar la maternidad al principio. Sí, hay algo ahí. Muchísimo, obvio.

Pero antes quiero que busquemos otras posibles entradas, que entretengamos la posibilidad de que quizás la perra no está al centro de La perra. Quizás al centro de La perra está el elenco de personajes que, en pocas páginas, hacen del primer acto un paisaje humano cargado de historia. Quizás podemos enfocarnos más en las relaciones que Damaris tiene con todos los otros personajes. Podríamos, entonces, hablar sobre cómo Damaris duda que haya gente capaz de envenenar perros, que haya gente incapaz de hacer daño intencionalmente a los demás. Podríamos considerar la visión bondadosa que tiene Damaris con respecto al mundo y compararla con cómo se nos presenta su marido, Rogelio. Rogelio quien es el único sujeto en la novela que directamente se presenta haciéndole “daño” a un animal, machete en mano. Rogelio que, por pura capacidad narrativa de Pilar Quintana, surge como una figura amenazante, peligrosa, a pesar de que sus acciones dicen lo contrario. ¿Por qué Damaris sólo puede ver el potencial peligroso de Rogelio y no del mundo que insiste en pensar bondadoso? ¿Por qué es Rogelio el peligro a pesar de sus acciones? No digo que Rogelio sea figura inmaculada, como se nos hace ver al mostrar su relación con sus perros, al burlarse de la torpeza de Damaris. ¿Es el síntoma de un maltrato que ocurre más allá de la página, como muchos? Se trata, por supuesto, de una distracción digna de un ilusionista, y el lector que termina la novela lo ve. Eso, sin embargo, no elimina esa tensión, esa nube oscura que nunca se despeja totalmente.

Otra aproximación a La perra podría enfocarse en el proceso de subjetivación de Damaris, su relación con la sociedad y sus estructuras. Si partimos de esta, podemos enfocarnos en el hecho de que, por alguna razón, a través de la novela, Damaris se va erigiendo como la defensora de la moral burguesa. Arrimada a una casona de un acantilado que le pertenece a una manotada de terratenientes ausentes, Damaris se transforma en la centinela no sólo de las propiedades y los derechos de propiedad, sino además de la moralidad de clase. No sólo vemos esto en su desdén por Ximena, la vieja parisera que desdeña por adicta, sino también en cómo se relaciona con los suyos y la propiedad que cuida, la de los Reyes: “Damaris se dijo que nunca nadie podría confundirlos con los dueños. Eran una partida de negros pobres y mal vestidos usando las cosas de ricos. Unos igualados, eso pensaría la gente, y Damaris se quería morir porque para ella ser igualada era algo tan terrible o indebido como el incesto o un crimen” (67).

Sería posible interpretar esta lealtad con los antiguos patrones desde un punto de vista psicoanalítico también: ¿será una forma de bregar con la culpa que siente por el rol que piensa que jugó en la partida de los Reyes, en la muerte de su primogénito?

Pero también podemos pensar en esta relación tomando en cuenta la historia honda de la región que Quintana articula a través de las anécdotas. Después de todo, La perra también nos provee con una historia económica de la región, el relato sobre su acumulación primitiva—la llegada de los ejércitos y la marina en los años sesenta como los primeros visos de un estado ausente, el consecuente arribo de los turistas, la parcelación del acantilado por su dueño, el tío de Damaris;  la venta de estas parcelas a personas de otras regiones, el enriquecimiento resultante de la familia de Damaris; la pérdida de ese capital recién adquirido ante los embates de la mala suerte, el juego, y el intento de transformarlo en capital social (las fiestas que auspiciaba en el pueblo), el consecuente quebrantamiento del colectivo familiar, su desplazamiento por la región, la pauperización de Damaris y su eventual desenlace como empleada infértil de terrenos que alguna vez pertenecieron a su familia y en los que nació. Traicionar los derechos de propiedad, abandonar la moral burguesa que sostiene todo ese aparato implicaría reconocer que su vida es una historia personal de la expropiación.

Finalmente, el último punto de entrada que se me ocurre ahora sería pensar, en términos bastante simples, en la representación de la naturaleza en la novela. No sólo en la cuestión animal y la relación entre la vida animal y la vida humana, sino también en cómo son los vaivenes del clima las matrices de la tensión en la novela. En La perra la naturaleza, desde la primera página, está muy lejos del romanticismo: “..un lugar en la playa donde se juntaba la basura que el mar traía o desenterraba: troncos, bolsas plásticas, botellas”. Es una naturaleza amenazante, una naturaleza que siempre puede más que la vida humana. De cierto modo, es la misma naturaleza peligrosa que veíamos en Horacio Quiroga, en La vorágine de José Eustasio Rivera; la naturaleza entrópica y selvática que deshace los proyectos humanos, el lado B del idilio romántico. Es una naturaleza malvada por lo inclemente (sería interesante compararla con la naturaleza malvada de Distancia de rescate de Samantha Schweblin, que es inclemente por lo contaminada, por lo envenenada). Es la visión de la naturaleza desde la cual se añora por la ciudad, por los placeres y conforts de la modernidad (lo cual escribo sin sarcasmo alguno). Como parte de este análisis, habría que pensar, también, en la perra como agente de la trama. La perra como el motor que hace La perra, como el objeto que se niega tal, como el espejo que insiste en prevenir el reflejo. Para el pesar de Damaris, Chirli se quiere a sí misma perra y no humana, podríamos decir. Es por eso que pasa lo que pasa.

Ahora me doy cuenta que no hay por qué separar esas cuatro (¿fueron cuatro?) aproximaciones. Todas se complementan entre sí. De hecho, seguramente habría una forma de atarlas en una tesis sólida, incisiva. Pero esa es la tarea de los demás. La mía es leer. Tomar y compartir algunas notas que, quizás, nos permitan escuchar las voces detrás de la voz, los murmullos al fondo de todo libro.  Lo demás es fuga, la de Damarys, la nuestra.