Una mala maña

cuaderno de lecturas: el final de “salón de belleza” de mario bellatin

He leído Salón de belleza de Mario Bellatin varias veces. Varias versiones, también. Más que una novela, recuerdo un palimpsesto de textos. No sé a qué versión pertenece qué escena. (Lo que sí sé es que, creo, que la edición llamada dizque “definitiva”, de Alfaguara, que abrevia el texto, lo reduce a un concentrado que, para mí, lo hace más potente hoy). Este semestre, se lo asigné a los alumnos para intentar librarlos del mal de la alegoresis—esa mala maña de querer que todo signifique otra cosa. Fracasé, por supuesto, como suelen fracasar todos los intentos magnánimes de curar al prójimo, y en la próxima clase hablaremos de la novela como una alegoría rota; discutiremos cómo esta novela cuca al lector, casi lo empuja a la alegoresis que tanto intento evitar.  Eso dicho, para el miércoles quería que discutiéramos el final partiendo estrictamente de lo más literal de la novela y, porque nunca me había detenido a discutirlo explícitamente, me senté y tomé estas notas que, como en otras ocasiones, no dieron para un ensayo.

Salón de belleza, caminando

Leer Salón de belleza de Mario Bellatin un 13 de noviembre del 2019

Lo que quiere hacer el narrador de Salón de belleza, antes de morir, es borrar el Moridero que regenta. Hacer como si nunca hubiera existido. Lo haría poco a poco. Dejaría de aceptar a los huéspedes, e iría recuperando los instrumentos y aparatos que hicieron de aquel espacio alguna vez un salón de belleza exitosísimo. Con el tiempo, eliminaría por completo la mácula de la muerte y devolvería el espacio a su proyecto original: la creación de belleza. El salón de belleza, en su momento de máximo esplendor, había sido eso, un lugar al que iban mujeres a las que la vida le había pegado duro. Allí en los espejos, aquellas mujeres encontraban, después de la intervención de él y sus amigos trasvestidos, “una suerte de esperanza”. Esa esperanza de las señoras era, también, el placer que él encuentra en los peces, era el gozo de la vida deseante de las calles nocturnas, la irrupción de los encuentros anónimos en los baños turcos. Para el narrador, parecería que belleza es placer es azar es un encuentro anónimo que quiebra el vacío del cotidiano. Esa apertura de la belleza está profundamente relacionada a la vitalidad, sí, pero quizás es más compleja que eso. La belleza aquí, ya sea la de los cuerpos de los hombres saludables o de los huéspedes, ya demacrados pero alguna vez hermosos, la de los peces o de las mujeres, es siempre una instancia de satisfacción, una instancia de presencia; o sea, la belleza ahí es siempre un momento en el presente por el que se actúa, para el cual se actúa, y el cual se aprovecha, y luego, como la juventud, se va.

El salón de belleza quizás, en un principio, fue eso. Luego, por contingencia, por accidente, se hizo un espacio de muerte, sí, pero aun así, el personaje intentó mantenerlo como un espacio bello; ya fuera dándole mantenimiento las peceras o imponiendo el rigor del reglamento del Moridero tan estrictamente. El salón fue una obra de arte, sí, pero también lo fue el Moridero, como comunidad estética, fundada para honrar aquellos cuerpos masculinos alguna vez preciosos y deseantes; sí, fue una comunidad de muerte, pero una diseñada casi como obra de arte—estricta, idiosincrática, autoral. Por eso es que él quería ser quien decidiera cómo termina el Salón. Por eso descarta la idea de incendiar el lugar con todo el mundo adentro. Tal final carecería “de originalidad” y aquel es un espacio, como poco, original. Inundarlo sería genial, pero sería imposible. Tan imposible, en verdad, como transformarlo nuevamente en un salón de belleza. Esto último sería casi un performance. Eventualmente la gente entraría, y “el único cliente del salón” sería él. Él “solo, muriéndo[s]e en medio del decorado” . “[R]odeado del pasado esplendor”. Una victoria de esas que llaman pírricas.

La realidad, sin embargo, es más decepcionante.

Él lo sabe. En la novela, la vida siempre parece interrumpir a la belleza. Al final, muy al final, de que en la última línea, el narrador confiesa que lo único que quiere es que respeten su soledad. Esa soledad es la que le ha tocado. Quiere abrazar la circunstancia, entregarse a lo que cree ha resultado de sus propios actos—su soledad es su culpa, resultado de sus acciones, dice—. De modo que aferrarse a ella es una manera, también, de mantener el control, de darle forma a su vida como si fuera él el autor de ella, y ella una obra de arte. Sabe que es imposible. Sabe que entrarán y, a la larga, estará a la merced de otros.

Es casi injusto hacerlo, pero habría que preguntarle, al narrador moribundo, si será que es falso que él siempre ha estado en control, si será que es pura fantasía. ¿Será que lo que quiere es precisamente defender esa fantasía del control, esa fantasía que ignora que si es cierto que él fue el que decidió fundar el salón de belleza, el que decidió sobre los peces, la realidad es que todo lo demás, lo que vino antes, y lo que transforma el salón en el Moridero resulta de la pura contingencia, del accidente, de las decisiones de otros—la homofobia de su madre, el accidental encuentro con el hombre del bar, la amistad con los otros estilistas, la recepción del primer huésped porque se lo pidió un amigo, la muerte de ellos, su propia enfermedad? ¿O será que él lo sabe pero que entiende el uso de la fantasía, lo necesario del deseo para sobrevivir tanta mierda?